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viernes, 30 de julio de 2010

“Que las papas se conviertan en trufas...”


Caius Apicius/EFE
Además de crecer bajo el suelo, ¿qué tienen en común una papa y una trufa? Pues muy poca cosa, aunque echándole imaginación se puede establecer todo tipo de comparaciones o similitudes. Una papa es una papa, un alimento hasta ahora bastante asequible a todo el mundo, y una trufa, blanca o negra, es un aroma que ha sido y es considerado una de las encarnaciones del lujo gastronómico.
Pero nuestros cocineros vanguardistas no se paran en tan débiles barras. "Queremos transmitir a las nuevas generaciones el sueño de que una papa se pueda convertir en una trufa", dijo el otro día en San Sebastián, España, el cocinero italiano Massimo Bottura, de la Osteria Francescana, localizada en Módena, Italia, en la presentación oficial en sociedad de un ente llamado Basque Culinary Center. Esa institución cuenta en su consejo de sabios con algunos de los cocineros más mediáticos del mundo, presididos por el español Ferran Adrià y entre los que están el peruano Acurio y el brasileño Atala.
Una papa convertida en una trufa ... y lo dice un italiano, país en el que la trufa blanca, el famoso tartufo bianco, puede cotizarse a más de 7.500 dólares el kilo. Igual que las papas. Claro que cosas peores se han visto, y no hay que tener más que fe: Cenicienta fue al baile de palacio en una calabaza que su hada madrina convirtió en carroza regia. Pero eso sólo pasa en
los cuentos de hadas.
Las papas y las trufas tienen alguna historia común. Los italianos, ya se ha dicho, llaman a la trufa tartufo, palabra de la que proceden los nombres de la papa en algunos idiomas europeos: Kartoffel en alemán, kortopfel en ruso, kartoffler en danés.
Esos nombres vienen del hecho antes citado de que trufas y papas tienen su hábitat natural por debajo del suelo, y se prestaron a alguna confusión semántica al irse extendiendo el mejor regalo americano, la papa, por Europa.
No se llevan mal. Los hermanos Troisgros, que estuvieron entre los padres de lo que se llamó nouvelle cuisine y revolucionó para siempre y para bien la cocina occidental, tenían una receta titulada dúo de papas y trufas. Es receta para pudientes, porque aunque la trufa negra no llega a los precios de la blanca no es que sea una cosa al alcance de todas las fortunas.
Hay que hacerse con igual número de trufas que de papas. Éstas se modelan del tamaño de aquellas. Se colocan ambas cosas sobre la rejilla de una olla de cocción al vapor; se tapa la olla, en cuya parte inferior habrán puesto agua; se deja que ésta hierva, se baja el fuego, y se deja cocer todo algo menos de media hora. Se llevan a la mesa en la misma olla, partiendo las trufas y las
patatas en dos o tres rodajas cada una y disponiéndolas en platos calientes; se pone encima algo de sal gorda y, al lado, mantequilla fresca para que cada cual se sirva a su gusto. Ésta es la versión oficial; en plan más económico, se las pueden arreglar con una sola trufa cortada no en rodajas, sino en láminas: se ahorra bastante.
Pero que una papa se convierta en trufa... Conste que a mí las papas me gustan con locura, y que las trufas, aparte de su aroma único, muchas veces tienen una textura que recuerda al corcho. Lo que me preocupa es que estos cocineros hipermediáticos sean capaces de efectuar una transformación nada descabellada: inventarse un plato de papas y cobrarlo a precio de trufas; después de todo, en sus restaurantes lo que de verdad se paga es la firma, o los
derechos de autor, no las materias primas.
En ese caso, sí: es más que posible que una humilde y honrada papa se convierta, en la factura, en toda una Tuber melanosporum o, incluso, en una Tuber magnatum, que es el carísimo tartufo bianco de los italianos. Da miedo, de verdad. EFE

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