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jueves, 10 de febrero de 2011

Un día de "caza"


Caius Apicius/Madrid
El día era perfecto para cazar. Brillaba un sol tibio de invierno y la temperatura era fresca pero vivificante; el cielo, de un azul intenso, aunque de vez en cuando algún jirón de niebla daba un aspecto encantado al monte. El grupo iba alegre y esperanzado, como se va siempre que se sale de caza, o cuando se va a los toros, o al fútbol. No era de madrugada: ya estaba el sol alto. Quien nos viera no habría adivinado nuestros propósitos. Íbamos a cazar, ya se ha dicho; pero no se veía ninguna escopeta, ningún arma de fuego. Perro, sí: uno, llamado Tito, color canela, sociable, muy curioso y perfectamente entrenado para la caza de trufas, que eran nuestro objetivo.
Se trataba de “cazar trufas” en las estribaciones del Pirineo aragonés, al norte de España. Y alguna se “cazó”. Da gusto ver trabajar a un perro trufero como Tito: no duda, va lanzado hacia el lugar, que marca parándose; es conveniente que su dueño lo alcance inmediatamente, porque aunque no es lo normal, el perro podría comerse la trufa. Tito se portó muy bien, levantó seis o siete y no se comió ninguna. Eran Tuber melanosporum, trufas negras, ahora en plena temporada en la zona.
Su aroma bastaba para empapar el aire de los vehículos en los que bajamos de la montaña, no sin antes hacer una parada estratégica entre viñedos y reponer fuerzas con una espléndida longaniza aragonesa y un magnífico tinto elaborado con las variedades garnacha y syrah por la bodega Viñas del Vero, pionera en el Somontano aragonés y ahora propiedad de González Byass.
Según bajábamos, hablaba con el trufero José Vicente Azlor, que me confirmaba que, en efecto, hoy hay ya bastante trufa procedente de cultivo, en zona de quercíneas como el roble o la encina. Esto, hace unos años, se veía como una utopía: había ya quienes estaban empeñados en conseguir trufa de cultivo, pero lo que salía era poco esperanzador. Pese a ello, insistieron, y hoy la trufa cultivada es una realidad.
Controvertida, naturalmente. Yo puedo decirles que es magnífica; pero siempre habrá quien les diga que donde esté una trufa “salvaje” que se quiten las cultivadas. Son los mismos que despotrican contra el pescado de acuicultura. Y yo pienso que, si hubieran vivido en el Neolítico, hubieran puesto el grito en el cielo a la hora de criticar la cría de ganado en cautividad, diciendo que donde estuviera un solomillo de mamut se quitara cualquier carne procedente de la ganadería.
Gente así la hubo, la hay y la habrá siempre. Ustedes, ni caso: prueben ustedes mismos, y fórmense su propia opinión. En fin, la jornada se cerró, como debe ser, en torno a una buena mesa. En este caso, a una gran mesa: acudió a cocinar para los “cazadores” uno de los mejores chefs de ahora mismo en Italia, el milanés Carlo Cracco. Naturalmente, en el menú hubo trufa negra: en el aperitivo, cocinada bajo una costra de clara de huevo y sal, y en la comida, combinada con huevos de codorniz y bergamota, por un lado; con fusili y caviar al limón, después, y aromatizando una maravillosa molleja de ternera, finalmente. Luego, cada mochuelo a su olivo. Un gran día. Pero es que los protagonistas del día, las trufas y el buen vino, son capaces, ellos solos, de hacer inolvidable cualquier día. Éste lo fue. Y ya les contaremos qué hicimos con las trufas.

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