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jueves, 15 de julio de 2010

El D'Artagnan de la cocina mediterránea



Caius Apicius/EFE


Todo el mundo habla de los tres mosqueteros, pero no cabe duda de que el más popular de los personajes de la trilogía de Alejandro Dumas padre es el cuarto, es decir, D'Artagnan, nombre que mucha gente recuerda con bastante más facilidad que los de Athos, Porthos y Aramis. Bien, con las plantas básicas de la cocina mediterránea, los auténticos símbolos de la civilización y la presencia romana, ocurre tres cuartos de lo mismo: son el olivo, de cuyo fruto se obtiene el aceite; la vid, con cuyas uvas se elabora el vino, y el trigo, de cuyos granos procede el pan. Pero hay una cuarta planta, un auténtico D'Artagnan, pues es la que más se hace notar de todas ellas: el ajo. La cocina mediterránea se basa en el ajo, para disgusto de narices y paladares anglosajones. Es curioso ver qué dice el propio Dumas en su maravillosa obra Mon Dictionnaire de Cuisine, que no llegó a ver publicada. En principio, parece neutral aunque acaba diciendo que "en Provenza el aire está impregnado de un perfume de ajo que hace que sea muy sano para respirar".


Ciertamente, sería imposible pensar en cosas como una bullabesa, o una brandada de bacalao, sin el perfume del ajo. Ateneo contó que quienes comían ajo no eran admitidos en el templo de Cibeles; Virgilio, en cambio, afirmó que el ajo era muy beneficioso para los segadores, porque aumentaba sus fuerzas en tiempos de mucho calor. Horacio era enemigo del ajo, parece que porque el mismo día que llegó a Roma sufrió una indigestión trascomer cabeza de cordero fuertemente aromatizada con ajo. Más adelante en la Historia, el rey de Castilla Alfonso X, llamado 'El Sabio', estipuló que los caballeros que hubiesen comido ajo o cebolla no podrían presentarse en la Corte en el plazo de un mes. Pobre ajo.


El ajo es la alegría de muchos platos y puede ser, y es, la ruina de otros. Yo soy amigo del ajo; más bien, de su prudente utilización en la cocina. El ajo, si interviene en la receta, debe notarse pero no verse: no debe llegar al plato. Un pollo de corral troceado y frito en un aceite aromatizado con ajos, que se han retirado al tomar color dorado, es una cosa muy rica; si en el plato aparecen láminas de ajo requemadas al lado del ave, es una porquería. Por no verse, el ajo no debe verse ni en las sopas de ajo... aunque, por supuesto, sea el alma del plato; pero todos sabemos que el alma no se ve.


En España hay muchos platos apellidados "al ajillo", pero la cocina actual no permite que el ajo llegue físicamente a la mesa. Un aperitivo muy popular son las gambas al ajillo: unas gambas descabezadas y peladas, salteadas en un aceite en el cual, previamente, se han dorado unas láminas de ajo en unión de un punto de guindilla; ni el ajo ni la guindilla deben ir al plato que se presenta al comensal, pero están allí, las gambas tienen el aroma del ajo y la picardía de la guindilla, sin que nadie tenga que pasar por el trago de comerse el ajo o abrasarse la lengua con la guindilla.


El ajo pide lo que no tenía D'Artagnan: discreción. Por cierto: la principal habilidad de los tres -los cuatro- mosqueteros era la esgrima, aunque la palabra proceda de un arma de fuego antigua, el mosquete; de hecho, según el Diccionario, un mosquetero es un"soldado armado de mosquete". Les puedo asegurar que en ninguna de las versiones cinematográficas de la obra de Dumas he visto más arma que la espada en manos de los mosqueteros del Rey -Luis XIII- ni de sus archienemigos los guardias del cardenal -Richelieu-. Cosas, supongo, de la creación literaria. Pero lo mejor de Dumas, créanme... es ese diccionario de cocina.

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